Tengo que dar las gracias a la Fundación Mapfre por descubrirme al fotógrafo Stephen Shore. Hasta ahora siempre le había considerado absolutamente sobrevalorado. No podía entender porqué se le citaba tan a menudo o porqué razón en todas las FNAC hay un libro suyo. Sus fotos me parecían más de «Idealista» que de Museo de Arte Contemporáneo. A muchas de sus imágenes podrías subtitularlas «se vende parcela«, o «alquilo plaza de garaje» y quedarte tan ancho.
Lo primero que saco en conclusión tras ver la exposición es la importancia de ver la fotos, y con ello me refiero a copias impresas supervisadas por el autor. Estar frente a esas maravillosas imágenes, especialmente la serie «Uncommon Places», ha sido como verlas por primera vez, sentirlas por primera vez. Como ir al cine a ver una versión original después de años escuchando actores doblados.
Como la bolsa atrapada en la corriente de aire de American Beauty, Shore no necesita artificios para encontrar la belleza. Ni puntos de vista retorcidos, ni efectos especiales, nisiquiera desenfoques o el más mínimo recurso efectista. Simplemente la belleza de lo que hay, tal como llega, sin manipular, sin cocinar.
La misma ausencia de concesiones he percibido en «Boyhood», la película de Richard Linklater, que también he visto la semana pasada y que igualmente se desviste de cualquier añadido gratuito para entretener. No hay asesinatos ni naves espaciales. Solo la vida, sin adornos. Hacen falta agallas para quedarse en «lo que hay» y confiar que la obra de arte está terminada. Es algo que la terapia gestalt lleva proponiendo desde su creación, una idea tomada de las filosofías orientales como el budismo, que a su vez habrá tomado la idea de alguna filosofía más antigua. Tan antigua como el pensamiento probablemente. La belleza de lo que hay. Sin más. Nada es más intenso.