Más de uno habrá pensado en «Regreso al futuro» paseando por el parque Yoyogi, en Tokio, un domingo cualquiera por la mañana, cuando detrás de unos árboles te encuentras con 20 o 30 rockabillies de rasgos asiáticos. Unos enfundados en ropa de cuero y otros en elegantes modelos años 50 es inevitable pensar que te has dado un golpe en la cabeza y te has despertado en el mismo año en que Elvis alcanzaba su primer número uno en las listas. El Tokyo Rockabilly Club lleva en pie desde hace casi 30 años y haga frío o un sol de justicia se juntan cada semana para dar rienda suelta a su amor por la laca, a los tupes que desafían las leyes de la gravedad, al baile y al más puro espíritu del rock and roll.
La tenacidad y devoción de estos chicos no conoce impedimentos. Cuando yo tomé las fotos era pleno verano. Unos 35 ºC y cerca de un 90% de humedad realtiva no les impidió vestirse de cuero negro y bailar a pleno sol durante varias horas. Bailan primero, piensan después. La pandilla, los trajes, la música y el baile crean una sinergia que les eleva por encima de los mortales para situarlos en un estado de gracia, en una especie de trance que el resto no podemos más que admirar.
Contra todo razonamiento lógico ellos seguirán bailando hasta caer rendidos de felicidad. A menudo las personas olvidamos el efecto terapéutico, casi como una droga, que tienen factores como la pertenencia a un grupo, el trabajo sincronizado en común, el poder elevador de la música y sobre todo cómo cambia todo cuando recuperamos el cuerpo y le dejamos que guíe por encima de la mente. Como dijo Nietzsche «Solo creería en un Dios que sepa bailar»
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